Querida mía:
Tengo la sensación, no: tengo la certeza de que si no existieras sería feliz, feliz por la ignorancia que me inundaría en un mar de calma y de paz. Sé que si te desconociera pasearía por las calles del barrio y seguirían siendo las calles del barrio. Lo sé. Como estoy seguro, también, de que si nunca hubieras entrado en el bar ahora estaría escribiendo, quizá un cuento, quizá un poema, pero nunca una carta de amor.
Pero entraste. Aquella mañana la vida se metió en tu cuerpo y decidió repartirse por el mundo. Y dejaste a cada paso cadáveres de envidia y caballeros dispuestos a morir por ti. Vale, es un bar del barrio, vale, es donde voy cada mañana desde hace años a tomar mi café y escribir unos folios. Pero aquel día entraste, entraste y el bar dejó de serlo, y yo dejé de escribir unos folios, y fue entonces cuando empecé esta carta de amor, esta carta que no es un cuento ni un poema, esta carta que escribo todas las mañanas deseando que vuelvas a entrar en nuestro bar porque, ¿sabes? Ya no es mío, ya no es cualquier bar, amor. Es nuestro bar, ese en el que desde hace años nos tomamos juntos los cafés y me pides que escriba tus sueños. Las cuartillas se llenan de planos de nuestra nueva casa, esa con jardín que tanto te gusta para que las amapolas silben tu nombre. Es en esta mesa donde aquel día me dijiste que no tenía valor para amarte toda la vida. Y en ese mismo momento te entregué mi respiración, para que hicieras con ella lo que te diera la gana. Y es en esta mesa donde años más tarde viniste llorando porque creías que no me hacías feliz, y creí entonces morirme de pena, porque si no había sabido transmitirte todo lo que me das es que soy un imbécil, un ser inmundo que no te merecía. Aquel día, lo recuerdo bien, nos amamos hasta el dolor.
Entraste aquella mañana y dejé todo lo que entendía como normal aparcado en el cajón de la entrada, ese pequeño y desgastado donde desde entonces dejamos las llaves cuando volvemos de trabajar para entregarnos al deseo. Y ese deseo es insoportable cuando imagino que vuelves a cruzar el umbral de la puerta que se cae de vieja, esa que bajo un cartel de refrescos me invita todos los días a entrar, a tomar un café y a escribir unos folios. Esa puerta que un día cruzamos para contarles a todos que nos íbamos a casar, y que queríamos que todos los que en ese momento estaban desayunando vinieran a nuestra boda, porque pensábamos que las cuatro paredes, llenas de pizarras roídas con menús, raciones y ofertas escritas a tiza con faltas de ortografía, habían sido testigos de nuestro amor desde aquella mañana en la que entraste.
Porque ahora, más viejo, más cansado y más inocente que nunca, sigo tomándome el café cada día mientras Paco el camarero (¿te acuerdas de Paco, que puso nuestra foto en la pared? Sigue ahí, cariño, y sigues pareciéndome una mujer preciosa)... desvarío, me hago mayor. Te decía que ahora sigo escribiéndote mientras Paco me sonríe con el palillo entre los labios, con su barba a medio afeitar y su delantal más de grasa que de sabor. A veces se ríe y le gusta meterse conmigo, y me dice que deje ya esos papelajos, que ya está bien de pensar en alguien que no existe; pero en el fondo sé que me quiere, y que siempre envidiará el día que me pediste el café por primera vez y, mientras me lo llevabas a la mesa contorneando tu escultura, miraste a todos con gesto de posesión y dominio. Y sé que en algún rincón de su corazón, como en el de todos los que vienen a este bar cada mañana, también te adora y tampoco te puede olvidar. Pero solo yo tuve la suerte de ser tuyo (¿te das cuenta lo afortunado que me hiciste?), eternamente tuyo, solo yo sigo escribiendo todos los días mi carta de amor, que no es ni cuento ni poesía, es mi infinita forma de decirte, lo sé, que exististe, existes y volverás a cruzar la puerta de nuestro bar para llevarme contigo, abrazados y sonrientes, para nunca volver.
Te espero, aquí, donde siempre.
Te quiero, así, como siempre.
Mi carta de amor - Anónimo